lunes, 6 de junio de 2016

La niña de cristal

Había una vez una niña encerrada en una cúpula de cristal donde espacio y tiempo no tenían importancia.

Cada día, el cristal de las paredes le mostraba una pequeña parte del mundo inalcanzable y ella soñaba con poder vivirlo, sentirlo y saborearlo, pero conocía perfectamente los límites de su pequeña realidad. Y así, cada pequeño segundo, cada mínimo instante que pasaba allí se convertía en la más pura de las desazones, en el dolor más profundo, en la tristeza más honda. Sin embargo, ella no sabía ponerle nombre a lo que le sucedía, por lo que cada vez que miraba en su interior, solo podía observar un agujero negro sin sentido que la consumía.


En un momento dado, la cúpula dejó de mostrarle imágenes. Ahora solo era ella de frente consigo misma. Ella enfrentada al espejo. Ella, mano a mano con su propio reflejo. Y lo que vio le horrorizó tanto que comenzó a golpearse contra las paredes sin saber que ella misma estaba hecha de cristal. Primero se resquebrajó un poco y sintió que, por sus rupturas, escapaba el maldito agujero negro que había estado cegándola.

Entonces, sonriendo, tomó carrerilla y se estampó con fuerza contra su prisión, deshaciéndose en mil pedazos, dejando que la oscuridad flotase en el aire hasta desaparecer del todo. Los fragmentos que habían formado su cuerpo, antes de volatilizarse, no pudieron evitar llorar, pensando que lo último que había quedado de sí misma en el mundo había sido su tristeza.